“A veces, terminamos por renunciar a nuestros sueños
Tenemos demasiado miedo,
y
algunos de nosotros hemos dejado de soñar. .
A
veces, no tenemos ni la oportunidad
de continuar soñando.”
(Instrumentum laboris,
41)
En el documento de trabajo para
el próximo Sínodo en el mes de octubre, los jóvenes piden que nos dispongamos
realmente a la escucha.
Pensar que un joven renuncie a
sus sueños, que no encuentre oportunidades para soñar, o peor aún, que haya
bloqueado conscientemente su capacidad de soñar es un contrasentido en relación
con la identidad del joven, y es condición para que la Iglesia y el mundo se
empantanen en las arenas del statu quo, del conformismo y del
escepticismo.
Que un/a joven no sueñe le corta las alas a la utopía
del Reino, y nos condena a creer que lo que hemos conseguido es su mejor expresión.
Si los jóvenes dejan de soñar, ¿cómo encontrar caminos para desatar los nudos
que nos mantienen prisioneros de estereotipos culturales, congregacionales, eclesiales,
que no dejan emerger nuevas formas de ser “humanos” según las claves del Sermón
de la Montaña?
La incapacidad de soñar es síntoma del miedo al futuro. La
consecuencia de no abrirse a la posibilidad de otro mundo acentúa la cultura de
la indecisión. Cuando no se pueden imaginar otras alternativas, se desdibuja el
norte y, en consecuencia, da lo mismo elegir uno u otro camino. También, al
anular la destreza de soñar, el joven corre el riesgo de desinteresarse de descubrir
la pasión que lo habita, a través de la cual ser más él mismo (ella misma) y
así colaborar al cambio.
Cuando se deja de soñar a la manera de Jesús, el
conocimiento, la ciencia, la educación, … no se las pone al servicio del bien
común, sino que se transforman en medio para la promoción individual. Al renunciar
a soñar, se pierde el vínculo entre la verdad y la caridad, y se aleja la
convicción de que toda persona es mi hermano.
Yo tengo un sueño...
Sueño
con escuelas y comunidades menesianas
donde
se enseñe a soñar,
donde
se habilite a los jóvenes a continuar
soñando.
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