PROPUESTA EDUCATIVA CASI BICENTENARIA: ELEGIR LA VIDA BUENA
La relación entre las religiones y las normas éticas. En el contexto del origen de la Congregación, la máxima que reflejaba la posición a la que adhería Juan María era: “Sin religión no hay moral”. Algunos años más tarde afirmará: “Un error de estos tiempos es querer moral sin religión, es decir, reglas de conducta separadas de creencias religiosas.” [1]
Ante el avance de la secularización propuesta por
las nuevas ‘luces’, uno de los pilares a derribar era la fundamentación de la
ética sobre las religiones, específicamente en Francia del siglo XIX, la
religión católica. A su lugar se comenzaba a emplazar las ciencias como la base
de la estructura ética de la humanidad.
Si en ese tiempo, en la escuela se admitía la presentación de la
religión, se lo debía hacer sin promover ninguna creencia en particular.
El debate se continúa hasta el presente siglo. Dos
grandes pensadores Habermas y Ratzinger, en el año 2004, han confrontado sus
puntos de vista sobre esta misma temática.
En un mundo que parece cada vez más globalizado y a la vez pluralista, ¿es
posible distinguir normas reconocidas universalmente?
Comentando las posiciones de los dos participantes, otro pensador concluye: “Existe una oposición de principio, de naturaleza epistemológica, entre las normas que proceden de la razón secular y las normas transmitidas por las religiones, que tiende hoy a ser superada por las ciencias sociales. En realidad, los dos expositores tienen razón: Habermas al afirmar que el ethos puede ser obra del hombre y Ratzinger al subrayar que la razón constructivista del Iluminismo no puede sustituir a los valores morales”. [2]
Mucho
más que el valor a otorgar a estas dos fuentes del saber, lo que está en juego
son dos visiones de mundo: una pagana, el mundo centrado sobre sí mismo, así como
se presenta, y otra abierta a una perspectiva ética y escatológica que nos urge
a colaborar en su transformación.
¿Cuál es el aporte del catolicismo, más
precisamente de la moral bíblica a la formulación y vivencia de la norma
ética? La moral bíblica nos abre a una
expresión de la norma ética que ni la antigüedad pagana ni la racionalidad secularizada
de nuestro tiempo pueden proponer: sentirse y querer responsabilizarse de todo
el sufrimiento humano, incluso de aquel que no se ha provocado personalmente.
La moral bíblica afirma los derechos de una misericordia que va más allá de la
justicia. El amor evangélico no consiste, como la justicia, simplemente en
cumplir los propios deberes. Se trata, en cambio, en hacer siempre más por el
prójimo. [3]
Pero, ¿cómo mantenerse en esta senda al
enfrentarnos con el límite y el pecado personal y estructural? “Ningún ser humano puede querer hacer el
bien si no creyese que, al final, el bien triunfará, si las Bienaventuranzas no
acompañasen al Discurso de la Montaña, si la Pascua no siguiera al Viernes
Santo. Es en este sentido que la fe fundamenta la moral. Una moral que no puede
provenir de normas codificadas, caídas un buen día del cielo” [4]
En el citado debate J. Habermas sostenía con
respecto a la motivación para vivir según las normas: “La disponibilidad a salir en defensa de ciudadanos extraños, que
seguirán siendo anónimos, y a aceptar sacrificios por el interés general, es
algo que no se puede mandar, sino sólo suponer, a los ciudadanos de una
comunidad liberal.”
Una teóloga y pedagoga contemporánea describe esta
relación diciendo: “Uno puede enseñar
cómo ser bueno, pero a no ser que se entrenen las motivaciones últimas
radicales para elegir la vida buena, la educación moral entra en crisis. Y
tradicionalmente, a lo largo de la historia de la educación, ambas cosas han
ido de la mano: la educación religiosa, no la clase de religión, ha dotado a la
educación moral de las razones para elegir la vida buena.” [5]
Así de claro lo expresaba ya Juan María de la
Mennais en su tiempo: “Todos sabemos que
una cosa es conocer el bien, y otra cosa es tener fuerzas para realizarle. La
moral humana, seca y fría, puede indicar el camino, pero no da el valor para
recorrerle.” [6]
En consecuencia, podemos afirmar que la religión, purificada y en diálogo con la racionalidad secularizada, provee no solo contenido sino también motivación para vivir la existencia desde un horizonte ético que busca el bien común más allá de afinidades de sangre, amistades, nacionalidades, preferencias ideológicas,...
A modo de ejemplo, volviendo al contexto
socio-cultural que dio origen a la Congregación de los Hermanos de la
Instrucción Cristiana, se constata que el período posrevolucionario perdió lamentablemente
uno de los tres principios que marcaron el tiempo Revolucionario: la
fraternidad.[7] Este
es precisamente el principio que debiera guiar a los otros dos: libertad e
igualdad. “Esos ideales, anhelados desde hace tiempo y alcanzados después de tantos
sufrimientos, en realidad han provocado nuevas formas de desigualdad y de
esclavitud, debido a la falta de la función reguladora de la fraternidad, tanto
tiempo descuidada.” [8] Esta
pérdida no es casual. Cada vez que se intenta vivir la fraternidad sin
referencia a un Padre común, se erigen desde lo alto sucedáneos de ‘padres’ que
terminan alejándonos de las relaciones de igualdad y de libertad tan deseadas
desde lo profundo del corazón del ser humano. La racionalidad secularizada del
siglo XIX no encontraba sustento, ni motivación alguna para proponer la
fraternidad.
A la escuela menesiana contemporánea se le plantea
el desafío de seguir proponiendo en todos los contextos en los que se encuentra
presente (secularizado, pluralista), la fraternidad como principio educativo
que se traduce en ver y tratar a toda
persona como una verdadera hermana, un verdadero hermano. Se lo deberá
hacer sin imposición, pero sin dejar de manifestar explícitamente el fundamento
trascendente de la fraternidad propuesta. Así ya lo había indicado Juan Pablo II al comenzar el milenio. Sus palabras siguen siendo hoy un plan inspirador de nuestra misión educativa en sus distintas dimensiones:
“Espiritualidad de la comunión significa ante todo una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado. Espiritualidad de la comunión significa, además, capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como «uno que me pertenece », para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad. Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un «don para mí », además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente. En fin, espiritualidad de la comunión es saber « dar espacio » al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga 6,2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias.” Juan Pablo II, Nuovo Millennio Ineunte, 2000. N° 43.
(Hno. Guillermo Dávila (2017), Una relectura de nuestra primera página.)
[5] Pellicer, Carmen (2017), Pedagogía de la
interioridad, en Juventud e interioridad, Grupo editorial Fonte, Burgos.
[7]
Cfr. Francisco, Mensaje a la Profesora
Margaret Archer, presidente de la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales,
24 abril 2017, en http://w2.vatican.va/content/francesco/it/messages/pont-messages/2017/documents/papa-francesco_20170424_messaggio-accademia-scienzesociali.html
[8] Narvaja,
J.L., (2018), Libertà, uguaglianza, fraternità. Un’alternativa al
neoliberalismo e al neostatalismo, en La Civiltà Cattolica, 4030, 19 maggio/2
giugno, anno 169, p.395.
No hay comentarios:
Publicar un comentario